27 de mayo de 2012

LA LUCHA POR LA IGUALDAD VISTA A TRAVÉS DE UN PANTALÓN

«Libertad, igualdad y... pantalón».
Con este llamativo epígrafe comienza la francesa Christine Bard su repaso histórico a la prenda que representó como ninguna otra cosa el secular dominio masculino sobre la mujer. Por ello, en realidad, la consigna debería ser «libertad, pantalón y fraternidad», porque tal y como escribió una de las mayores luchadoras de la vertiente femenina del sucesor del calzón, la líder feminista Madeleine Pelletier en las postrimerías ya del siglo XIX, «mi traje le dice al hombre: soy igual que tú».
Bard es profesora de Historia Contemporánea en la Universidad de Angers y atesora una pléyade de escritos sobre el largo camino que recorrió la mujer en busca de su emancipación. Ha encontrado en la «Historia política del pantalón» (Editorial Tusquets) la horma de su zapato, o la hevilla del cinturón perfecto para ajustar ese pantalón-conquista de la mujer a quien durante siglos se le tuvo prohibido. Nada estimula más el deseo que una ordenanza de prohibición, como la que se dio a conocer en la Francia revolucionaria el 7 de noviembre de 1800, cuando la jefatura de policía de París dictaminó que las féminas no podían osar a llevar aquellas dos perneras. Ahí comenzó la auténtica revolución, porque, según recoge Bard en esta novedosa publicación, la carrera por la emancipación de la mujer discurre pareja a la historia del pantalón, símbolo del poder, la política y la masculinidad. «El pantalón es el marcador de sexo más importante para la historia occidental de los últimos dos siglos. Se erige como emblema de la virilidad, así que la conquista de ese símbolo por parte de ellas solo puede expresar el deseo de la igualdad de los dos sexos», escribe Bard. Como decimos, libertad, fraternidad y pantalón. 

Se inicia este relato histórico en la Edad Media, cuando el auténtico pantalón seguía siendo el privilegio de las clases acomodadas, porque los campesinos del Antiguo Régimen llevaban siempre calzas anchas. Al 20 de junio de 1792 se le denomina el día de los «sans-culottes» (o «sin calzones») porque se agita un pantalón desgarrado durante una manifestación contra el rey galo. El pantalón es adoptado por esos pequeños artesanos de las secciones parisinas y de los comités revolucionarios; se cargó, puesm de una significado más concreto al expresar ciertamente los valores republicanos. Esa prenda empieza a evocar a los pobres y denota el valor del trabajo. Es una prenda funcional y útil, precisamente uno de los grandes motivos por los que la mujer, siempre con falda y sujeta al escarnio público, «a la zurra, al síndrome de la falda levantada» cuando hacía cualquier labor, lucha por conseguir llevar calzones en su vida cotidiana.
La mujer que lleva un pantalón se asocia, no obstante, y durante largas décadas a la mujer militar, a la travestida, a la lesbiana. «Sobrecargado de fantasmas, el pantalón acompañó todas las transgresiones que jalonaron la ruta emancipadora» de ellas: artistas, feministas, revolucionarias, actrices, deportistas, políticas...». Siempre hubo una que se adelantó a sus tiempos y a los comentarios adversos para debutar en el uso del pantalón. Lo bueno de esta minuciosa reconstrucción de los avatares por los que ha circulado el uso del pantalón es que la profesora Bard nos presenta a cada una de esas mujeres, con rostro y pantalones, cómo no.
En la política fue la hija de un congresista norteamericano, Elizabeth Smith Miller, la primera que en 1851 boicotea la indumentaria establecida previa autorización de su padre y su marido. Un periódico de la época reseña «el cambio de traje» de Smith Miller y provoca tanto revuelo que le llueve una catarata de cartas de mujeres interesadas en aquella prenda. «Demuestran que tenían prisa por quitarse el vestido largo y pesado y sus bombachos simbolizan la liberación sin renunciar a la sensualidad. Se le denuncia por facilitar el amor libre y por masculinizarse y sufre la caricaturización pública», son parte de los comentarios de entonces que ha recopilado la autora de este libro.
De las muchas experiencias que hubo en este siglo XIX con el pantalón, la que más auge obtiene es la de Amelia Bloomer y sus bombachos, hasta el punto de que se acuña el término «bloomerismo» para referirse a aquellos pantalones anchos y ligeros. Ella no fue la primera en llevarlos, lo fue Smith Miller, aunque su nombre siempre fue unido al pantalón pionero.
En los años de la Belle Époque es un diseñador, Paul Poiret, quien apuesta por la prenda masculina colocada en la encorsetada silueta de la mujer. Será en 1911 cuando diseñe pantalones para ellas, pero solo para usarlos en el ámbito privado.
Estamos en los tiempos en los que feminismo y socialismo discurren de la mano para que la mujer se apropie del pantalón por motivos higiénicos y para realizar cuantiosas actividades. Los argumentos en contra de la prenda rezumaban en el decoro necesario y la decencia. Incluso Bard cuenta cómo fueron muchas feministas las que se opusieron con fiereza al empleo del pantalón, para no caer en la burda emulación del hombre. La fundadora del feminismo republicano Maria Deraismes era de esta opinión: «Considera que la mujer debe continuar siendo mujer y conservar su gracia, que es al mismo tiempo su fuerza» (página 188).
A continuación, en el capítulo IX del libro, la autora ilustra el debate sobre el uso del pantalón con el primer juicio que sentó en el banquillo a una mujer, la campeona atlética Violette Morris, por haber llevado «un pantalón de paño azul marino, con una chaqueta por cuyo cuello y mangas se vislumbraba la más elegantemente viril de las camisas de seda». Llevaba shorts en el terreno de juego. Como ella, las deportistas del alpinismo y la escalada, las futbolistas y las aviadoras demandaban llevar el pantalón por su pragmatismo evidente.
Los argumentos del abogado de Morris son de otra época y nos remontan a la actualidad: el letrado defiende en aquel juicio que la prenda deportiva es emancipadora, que es una prenda de progreso, de legítimo uso por parte de ellas y que es decente porque es larga y cubre las piernas. «Simplemente, mi defendida se ha puesto una prenda adaptada a su estilo de vida y a sus actividades deportivas», alegó ante el juez. Pero nada es suficiente, y el veredicto en contra de la defenestrada Morris, que abrazaría posteriormente la ideología nazi, es demoledor. A la campeona se la compara en Francia con Juana de Arco, salvando las distancias.
Mujeres visionarias que preconizaron el ascenso del pantalón, cuyo boom llega entre 1914 y 1960, sobre todo durante la II Guerra Mundial cuando la mujer se incorpora a trabajar en las fábricas y asiste a los soldados en el campo de batalla. También a partir de la irrupción de los modistos de renombre que experimentan con el pantalón. El influjo del cine hace el resto y si 1960 representa el año de salida de las ventas masivas del pantalón, cinco años después, las cifras del mercado femenino otorgan ya ventaja al pantalón sobre la falda. Nunca volverá a ser diferente.
Relata Bard que el impacto del periodo de entreguerras y posguerra da vida a una mujer que adopta una moda más andrógina. «La mujer moderna de los felices años 20 ya no tiene la silueta en 8 porque no lleva corsé. Con los vestidos rectos, la cintura cae sobre las caderas produciendo un aspecto filiforme» (página 233). La juventud se corta el pelo y adopta el pantalón. Coco Chanel coquetea con el toque más chic de alta costura al pantalón y artistas como Marlene Dietrich compra esmóquines, pijamas masculinos y copia a los hombres, «quizá por su bisexualidad», subraya la profesora. Katherine Hepburn en el filme «La Costilla de Adán», Audrey Hepburn que además del impresionante vestido negro de su «Desayuno con Diamantes» también se enfunda el pantalón delante y detrás de la pantalla, Brigitte Bardot luce sus modelos «vichy»... y se convierten todas ellas, queriendo o sin querer, en embajadoras del pantalón y en influenciadoras de primer orden para miles de mujeres.
En 1960 el pantalón ya es alta costura y prêt-a-porter, así que Yves Saint Laurent no ceja en su empeño hasta crear su equivalente al vestuario masculino, el esmoquin femenino. A partir de ahora, «el pantalón permite vivir sin apretar las rodillas», parafrasea Bard de un autor de aquella década.
Con la irrupción de los vaqueros, llega la eclosión del gusto femenino por esta prenda y por la moda unisex. Las ventas son mundiales. Y ahora la verdadera batalla es el derecho a no llevar pantalones, a no degradar y tratar «como una prostituta» a las mujeres que se ponen minifaldas y no usan pantalones, complementa Bard, haciéndose eco de varias iniciativas surgidas en su país que defienden, lo mismo que antaño ocurrió al contrario, el derecho de las mujeres a llevar la vestimenta que deseen en cada momento, reflejo únicamente no de su género, sino de su personalidad individual.
Fotografías: De izquierda a derecha., K. Hepburn en «La Costilla de Adán», M. Dietrich, de aviadora, A. Hepburn montando en bicicleta, B. Bardott, en una de sus escenas, un modelo del esmoquin de Yves Saint Laurent y V. Beckham con un vaquero de su línea de jeans.
(Por Érika Montañés, publicado en abc.es)

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