DURANTE SIGLOS muchas sociedades se han conformado basándose en los conceptos de desigualdad y de diferencia entres sus individuos. El sistema político de Atenas se fundaba en las diferencias individuales. En el Renacimiento existía una legitimación religiosa del mundo, donde las mujeres no tenían alma, ni pertenecían a la especie humana y por tanto se imponía, por mandato divino, la desigualdad entre mujeres y hombres. Durante los siglos XVII y XVIII, ilustrados como Hobbes, Locke y Rousseau introducen la igualdad como principio regulador del orden social moderno, sin embargo, solo tratan de la igualdad entre los varones. El argumento que mantienen para excluir a las mujeres del poder político es la diferente constitución de la naturaleza femenina. Según ellos, las diferencias naturales imposibilitaban a éstas ejercer los mismos derechos que tenían los hombres. Tuvieron que ser las feministas las que, a través de declaraciones como las de Seneca Falls de 1848, advirtieran de la necesidad de alcanzar también la igualdad entre los sexos.
A partir de entonces la reivindicación de los cambios legales aparece en el horizonte feminista como un camino transitable para alcanzar la igualdad y, poco a poco, las desigualdades consagradas y reproducidas por el derecho –como la exclusión de las mujeres del derecho al voto, a la propiedad, el acceso a ciertas profesiones, etc.- empezaron a ser consideradas ilegítimas.
Tras siglos de lucha -y aunque todavía hoy en muchos casos se sigue hablando de las mujeres como si fueran un colectivo (a pesar de ser más del 50 por ciento de la población)- la igualdad entre géneros es uno de los objetivos de los derechos humanos. Ahora bien, tanto el concepto de igualdad, como el derecho a la misma es dinámico y su interpretación ha evolucionado a lo largo del tiempo. En un primer momento, el principio de igualdad fue entendido en la ley como igualdad formal. En concreto, en España, el artículo 14 de la Constitución es muy claro al respecto y según el mismo “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.
A partir de aquí se pusieron en marcha una serie de políticas de igualdad de oportunidades. Desde estas políticas se mantenía que hombres y mujeres eran iguales y por tanto tenían que ser tratados igual. De esta forma, cualquier tipo de desigualdad entre hombres y mujeres resultaría contraria a dicho precepto. Esta concepción, que en principio parecería razonable no lo es, pues confunde “desigualdad” con “discriminación”. Hombres y mujeres son diferentes. El problema es que una pequeña diferencia biológica ha tenido graves consecuencias de discriminación para las mujeres. La igualdad a la que el feminismo aspiraba, y que hubo que explicar, fue a la igualdad de derechos, es decir, las mujeres no quieren ser iguales, sino tener los mismos derechos que ellos. Se pensaba entonces en una igualdad formal.
Sin embargo, la experiencia histórica demostró como este principio de igualdad formal ante la ley era insuficiente para asegurar la equidad entre mujeres y hombres, pues aunque la prohibición de discriminación en referencia al sexo figura en casi todos los textos legales de derechos humanos ha persistido la discriminación. Y esto es así, entre otras cosas, porque la igualdad es un principio liberal que parte de conferir a cada individuo la oportunidad de acceder por sí mismo a los derechos. Se parte de la idea de que todas las personas pueden por sus propios méritos, talento y esfuerzo personal acceder a cualquier sitio, lo cual es mentira. Analizar las situaciones reales permite señalar que la igualdad depende de factores distintos a la libertad individual y que no se conseguirá la igualdad si no se tienen en cuenta las situaciones de partida desiguales.
La evaluación de la aplicación de políticas de igualdad de oportunidades mostraba que solo con la igualdad formal no se eliminaba la discriminación, sino que paradójicamente ésta se perpetuaba, generando además una bilateralidad en la protección legal que, al aplicar lo mismo para todos, determinaba la paradójica extensión a los hombres de algunos “beneficios” históricos de las mujeres, como si ellos fueran los discriminados, como sucedió con el tema de la viudedad.
A la vista de los resultados y viendo que la igualdad formal era insuficiente, posteriormente, se pasó a plantear la necesidad de igualdad real en la que ya se tenían en cuenta las desventajas de las que parten las mujeres. No se puede afianzar la igualdad sin atender a las desigualdades preexistentes. Si no se intentan equiparar las situaciones de partida es imposible garantizar iguales resultados.
En los años noventa se sabía que garantizar la igualdad entre los géneros exigía compensar las discriminaciones que históricamente padecen las mujeres y que además, esta compensación había que hacerla teniendo en cuenta la realidad social y las necesidades e intereses de las mujeres. Fue entonces cuando aparecieron dos conceptos jurídicos importantes que parten de reconocer la discriminación: el de discriminación indirecta y el de acción positiva
La discriminación indirecta tiene en cuenta la realidad social, no solo la realidad formal o normativa. Al concepto de discriminación indirecta se sumó el de indirecta, de modo que no sólo se consideran discriminatorios los tratamientos formalmente desiguales y desfavorables para las mujeres, sino también todos aquellos actos, normas o medidas, aparentemente neutros, cuya aplicación práctica produce un impacto adverso sobre las mujeres, siempre que resulten carentes de justificación suficiente, probada y ajena al sexo.
El otro concepto relevante fue el de acción positiva. Se daba así un paso más sobre las primeras políticas de género que planteaban la igualdad de oportunidades. La igualdad de oportunidades trataba de eliminar los obstáculos en los procesos, pero si desde el inicio las condiciones de partida eran distintas, lógicamente no se podría producir la igualdad como resultado. Un ejemplo ilustrativo es el que emplean Capitolina Díaz y Sandra Dema, en De los derechos humanos a los recursos humanos, para explicar la necesidad de actuaciones promocionales o compensatorias: “Imaginemos una carrera en la que a algunos corredores se les ha asignado una pesada carga porque pertenecen a un determinado grupo. A causa de este handicap el corredor medio con carga quedará rezagado del corredor medio sin carga, aunque algunos corredores con carga puedan adelantar a alguno sin carga. Ahora supongamos que alguien agita una varita mágica y que las cargas desaparecen de las espaldas de todos los corredores. Si los dos grupos de corredores son iguales en capacidad, la principal diferencia entre los grupos con carga y sin carga deja de aumentar, pero aquellos que sufrían por la discriminación previa nunca se equipararán. Si se pudiera pasar el relevo a sus hijos, no habría igualación de la carrera ni siquiera a través de generaciones. La carrera sólo podría volverse limpia si cada uno fuera obligado a parar y comenzar de nuevo en la misma línea de salida, si todos los que no llevan carga fueran obligados a cargar peso hasta que las diferencias en el promedio de ejecución de grupos desaparecieran o si quienes habían sufrido desventajas en el pasado recibieran privilegios especiales hasta que se equiparasen”.
La acción positiva, la define Teresa Pérez del Río, como medidas especiales, de carácter temporal, encaminadas a acelerar la igualdad de facto entre hombres y mujeres; en palabras del Tribunal Constitucional español, se trataría de un: “derecho desigual igualatorio”. Si las mujeres tienen una situación de discriminación histórica inicial, por ejemplo han accedido después al mercado laboral, han debido luchar por acceder a determinados sectores, puestos y ocupaciones, han de seguir ocupándose del trabajo doméstico y de cuidados desarrollando una doble jornada, etc., es lógico que estas desigualdades –esa carga como en el caso de la carrera- sean tratadas de forma específica y obviamente desigual a los hombres si queremos conseguir la igualdad.
En situaciones de desigualdad, como es la situación de la que partimos actualmente, aplicar a todas las personas el mismo rasero es lo que es discriminatorio.
Las acciones positivas serían ese esfuerzo que se precisa para intentar eliminar las barreras legales y las políticas que han impedido que por el peso de la historia y las tradiciones unos y otras seamos iguales.
En definitiva, las medidas de acción positiva no solo pretenden conseguir la igualdad de oportunidades en el proceso, sino garantizar la igualdad de resultados.
La compatibilidad del principio de igualdad con las medidas de acción positiva ha sido además ampliamente reconocida y justificada en el ámbito del Derecho Internacional. La Convención de las Naciones Unidas para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, aprobada el 18 de diciembre de 1979, señala que no deben entenderse discriminatorias: "Aquellas medidas especiales de carácter temporal encaminadas a acelerar la igualdad de facto entre el hombre y la mujer" y el Art.141.4 del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea (Tratado de Amsterdam 1997) señala: "Con objeto de garantizar en la práctica la plena igualdad entre hombres y mujeres en la vida laboral, el principio de igualdad de trato no impedirá a ningún Estado miembro mantener o adoptar medidas que ofrezcan ventajas concretas destinadas a facilitar al sexo menos representado el ejercicio de actividades profesionales o a evitar o compensar desventajas en sus carreras profesionales".
Begoña Marugán (bmarugan@fsc.ccoo.es) es adjunta de la Secretaría de la Mujer de la Federación de Servicios a la Ciudadanía de Comisiones Obreras.
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